El primer libro que me mandaron leer en el colegio fue El Cantar de Roldán, un poema épico medieval. No es de extrañar que algunos niños aborrezcan la lectura de por vida después de semejante trago. El caso es que me gustó pese a que es lo más sanguinario que he leído jamás. Había frases que me parecían muy graciosas y que me gustaba leer en voz alta como «¡antes prefiero la muerte que soportar el escarnio!» o «¡estos engendros están hechos para ser destruidos!», haciendo referencia a los infieles o sarracenos, esos seres malvados.
El tal Roldán y sus amigos de batalla eran unas malas bestias que se pasaban todo el libro, y era largo, resistiendo fieramente. Para ello cortaban cabezas, partían espinazos, derramaban sesos hasta los pies – lo decía así el narrador, de nombre Turoldo, con estas mismas palabras- y hasta arrancaban almas y las tiraban afuera, también tal cual. Además toda la gesta estaba contada con tal verismo y detalle que estremecía, aunque en algunos momentos tuviera que parar para reírme. Es lo que suele pasar cuando se lleva lo dramático al extremo.
Hace poco volví a leerlo por encima porque recordaba vagamente muchas muertes y derramamientos de sangre. Recordaba bien, eso es justamente lo que más abunda, pero lo que no recordaba era alguna de las frases con las que Turoldo crea ambiente, esta me gustó mucho por el miedo que da «altos son los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas y siniestras las gargantas».
Todavía no entiendo el motivo de que «La canción de Roldán» fuera el primer libro que nos mandaran leer en el colegio, creo que estaba en el programa. Por suerte, más adelante, mucho más, tuve un profesor de literatura al que le gustaba mucho saltarse los programas.
Tal vez, aunque lo dudo, querían transmitirnos la importancia de que no nos diéramos nunca por vencidos y para ejemplificar la valentía y el espíritu de lucha nos presentaron a temprana edad al loco de Roland. Ese hombre que con la boca ensangrentada, la sien rota y los sesos saliendo de sus oídos, seguía tocando el olifante dolorosamente, con angustia.
No era para menos la angustia y el dolor, estaba a punto de palmarla debajo de un pino, no sin antes mantener una intensa charla con su espada a la que, con gran incongruencia, llama santa. Finalmente, y como nos pasará a todos, muere» ¡Dios!» -exclama-, era muy de exclamaciones, él,» ¡Cuántos sinsabores trae mi vida!» Posiblemente otro mensaje subliminal para que fuéramos conscientes de nuestra mortalidad y de que la vida siempre te obsequia con algún que otro disgusto. De paso también aprendí qué es un olifante, lo cual obviamente no me ha servido de nada.