Al naturalista se le ha posado una mariposa en la manga de la chaqueta. Iolana iolas, dice levantando el brazo con delicadeza, como si la estuviera llamando y ella le pudiera responder. Pero la mariposa se va con ese vuelo que le es propio, oscilante, inquieto, el vuelo de una indecisa apresurada. La sigue un momento con la mirada sintiendo no poder acompañarla. Se encuentra en un jardín urbano, en el paseo de los castaños de indias, rodeado por un numeroso grupo de personas. La tarde de primavera es muy calurosa, demasiado calurosa para ese traje oscuro que se ha puesto pero no había dónde elegir, solo tiene uno, ese: el traje.
La misma palabra que lo designa le resulta áspera, incómoda y rasposa. Si la edad de la vestimenta fuera comparable a la de los hombres, se podría decir que ese conjunto de chaqueta y pantalón tiene su misma edad. En una de las perneras se ha formado un agujero, conducto que a medida que se agrande lo guiará hasta la nada de los trajes. Por el momento, igual que él, resiste. Le queda un poco grande, un poco demasiado suelto y cada vez que camina se mueve formando ondulaciones, desparramado, tendiendo a la no forma, la tela lanza brillos de puro desgaste, reverberando como un espejismo.
Al naturalista le pesa la cartera que lleva en la mano, grande, de cuero marrón, fue útil en otros tiempos, ahora es la compañera vieja del traje y también la suya cuando, a cambio de alguna prestación económica, tiene que salir de sus parajes. Dentro guarda las notas que ha tomado para la charla, pero antes de que llegue el momento del discurso, se ha comprometido a pasear a un grupo de interesados en la naturaleza por esos jardines urbanos.
Está mareado, le pasa siempre cuando sale de su entorno campestre, demasiados ruidos, demasiadas caras, demasiadas voces, demasiado de todo. Los zapatos le oprimen los pies, siente una rabia parecida a la que experimentaba cuando de pequeño le obligaban a estrenar calzado. Respira hondo, respira, respira.
Reyezuelo real, pronuncia señalando la alta copa de un castaño de indias desde donde se acaba de oír un trino. El grupo se alborota, le hacen fotos con las cámaras de sus teléfonos, no al reyezuelo, que está escondido y ya callado, a él, a él que señala y está expuesto.
Avanzan despacio, pesadamente, como si fuera uno de esos sueños en los que se quiere llegar a algún lado pero las piernas no colaboran. En este caso los que no colaboran son los integrantes del grupo, se dispersan, se distraen, comentan entre ellos cuestiones personales, le hacen preguntas sobre la historia de esos jardines que no sabe contestar, no conoce su historia, no le interesa y además le dan cierta lástima, es como visitar un piso piloto de la Naturaleza, una muestra domesticada. En el grupo hablan indignados sobre el cambio climático, sobre la destrucción de la naturaleza, sobre el inmenso basurero en el que se ha convertido la Tierra.
El naturalista trata de escuchar entre ese vocerío el ruido amable del agua que brota de una de las fuentes, es poca cosa comparada con los manantiales y ríos que cada día tiene a su disposición, pero es algo y le calma.
Está intentando aproximarse a la fuente cuando se le acercan unas cuantas mujeres, le dicen lo mucho admiran su trabajo, sus escritos en defensa de los bosques, sus reportajes fotográficos. Quieren hacerse una foto con él, lo rodean sin esperar a que diga sí, una de ellas hace la foto y después se intercambia con otra para poder salir también.
Es entonces, en el momento del clic cuando nota un picotazo agudo en el ojo, el dolor es tan fuerte que se desploma, el traje se ondula a su alrededor como si fuera un charco. Todos gritan, se desplazan, un revoloteo de mujeres, de mujeres que ya no lo son, un revoloteo de mariposas.
Ve a la Mariola Jurtina con sus alas marrones y naranjas, a la Cupido Osiris con su delicado color blanquiazul, moteada de puntitos, a la Vanessa Atalanta de rojas y negras alas, y luego llegan más, muchas más, ligeras y coloridas. Ocupan todo el paseo, tapan a las mujeres de las fotos, hacen callar al grupo, por fin puede escuchar el dulce manar de la fuente.
Con sus delicadas patas desatan los cordones de sus zapatos, liberan sus pies, entran y salen danzando por el agujero del pantalón, agrandándolo más y más hasta que también él puede pasar a su través.
La tela se deshace y todo se deshace, solo queda la luz filtrada por las ramas, y un aleteo de pájaros que se refleja en sombra sobre el polvo del suelo.