Mes: agosto 2018

Escena playera con luna llena

Cuando María entra en el comedor blanco a poner las mesas, los gorriones que estaban comiendo las migas de la terraza,  suben veloces a la barandilla y se quedan ahí, recortados contra el mar.

Todos menos uno, el más aventurero. Ese se ha atrevido a entrar hasta el comedor pero ahora no sabe salir. Está muy asustado y se esconde detrás de la cortina. No distingue el cristal del hueco libre por dónde podría volar fácilmente y se empeña en aletear hacia arriba. Una y otra vez choca y vuelve al suelo, a esconderse, cada vez más estresado y vencido por los sucesivos fracasos.
A María,  que lo observa de lejos, desde la puerta, le parece tan fácil… tiene la salida al lado, con sólo desplazarse un poco podría escapar, pero no lo ve, se ha empecinado en ir por dónde no es. Podría cogerlo con las manos y soltarlo en la dirección correcta pero para eso tendría que atraparlo, sentir su pequeño corazón acelerado, su miedo. No quiere hacer eso. Se acerca y mueve un poco la cortina, empujándolo con suavidad. Al tercer meneo de cortina, el gorrión capta la indicación y sale volando por la ventana abierta.
Se ha colado un pájaro, le dice a su compañera Ale, que acaba de entrar a ayudar. Era un gorrión, pobrecillo, estaba asustado.
A mí es que los pájaros…como que no. Que hoy hay luna llenaaaa, grita Ale a continuación y le da un golpe en la espalda, como si la felicitara. Se clava los auriculares y pone las mesas medio bailando y cantando muy mal, con esa voz que solo le suena bien al que está oyendo la música pero que para los de fuera se parece a un  aullido demencial.

A Ale  no le interesan lo que ella llama «los paisajes», – la luna, la puesta de sol, las montañas-, pero sabe que a María sí y por eso la avisa de la luna, medio en broma, con cierta sorna.

El comedor blanco es el más bonito del hotel, con una hilera de ventanas redondas que dan a la playa, bordeada de pinos y palmeras, pero también es el más caluroso y el único sin aire acondicionado. Lo pasan mal sirviendo las mesas. Suelen ser mesas pequeñas donde cenan las parejas en plan romántico mirando el mar,  aunque a veces hay cenas de muchos comensales que celebran algo especial, como la de hoy.

Lo que vamos a sudar, le dice María a Ale, mirando por una de las ventanas.

Tela, telita, contesta la otra sin quitarse los auriculares y siguiendo con su canto chillón y entrecortado.
¿Dónde se habrá metido la luna?, no se la ve.
Vaya que si pasan calor, les caen los goterones por debajo de la ropa, de sus uniformes negros. Cada vez que van a la cocina a por platos se secan con papel absorbente. Están deseando que se acabe el turno para poder salir.
No tienen prisa los de la celebración, son muy ruidosos, brindan, gritan, se ríen, se hacen fotos, les piden a ellas dos que les hagan una de grupo y dos y tres, intercambiándose los sitios cada vez y gritando patataaaaa,  salen a la terraza a fumar, se quejan del calor, vuelven a entrar, piden copas y cuando se las acaban,  otra ronda más. Aquello parece que no se va acabar nunca. Pero se acaba, obedeciendo a la regla general de todo lo que existe.

Por el camino a casa, María sigue sin ver la luna y eso que la va buscando. Nada más tocar la cama, siente que se cae por un precipicio, pega un respingo y ya está volcada dentro del sueño. Pero de madrugada un abrazo sofocante la despierta, a través de la ventana abierta no entra ni una gota de brisa y sí un calor denso, lleno de grillos.  Abre los ojos y la ve: redonda, gorda, esplendorosa. Como si la hubiera venido a visitar a ella, como si tuviera algo que decirle.
Se sobresalta, bebe un poco de agua y sin saber por qué se acuerda del gorrión que tenía al lado la salida pero era incapaz de encontrarla. Es como una metáfora de sí misma. Ella también necesita que una mano suave y amistosa le mueva un poco la cortina y le indique el camino. Sin empujarla, sin apretarla, sin asustarla.
Se duerme bajo la blanca mirada lunar. Bajo el paisaje, como diría Ale encogiéndose de hombros, a mí es que los paisajes…como que no, diría.

Escena playera con media luna

El hombre cruza el paseo, entra en la playa,  se sienta en una hamaca y se quita la pierna derecha. La coloca tumbada en la hamaca de al lado. Resopla aliviado, liberado de la prótesis. La pierna también resopla, liberada del hombre, necesita descansar tanto como él. El hombre mira un instante al mar, a las nubes rosadas del atardecer  y después gira la cabeza en dirección al paseo. Está buscando a la mujer que, como él,  llega cada tarde a última hora. A la mujer  con un uniforme negro de camarera y un niño de la mano.

Acaba de verlos salir del hotel Mar y Pinos, cruzan el paseo, entran en la playa,  pasan por delante de las hamacas, ella mira la pierna de reojo, el niño lo hace sin disimulo y además la señala, divertido. Siguen caminando hasta la orilla, la mujer se sienta sobre una roca, se descalza, mete los pies en el agua, suspira y se sujeta la cabeza con las manos. También suspiran sus zapatos, muy bien colocados en paralelo, tras la roca.  El niño se ha metido en el mar y con un rastrillo de plástico verde peina el agua una y otra vez, incansable.

El hombre ha puesto la pierna de pie, clavada sobre la arena. Sabe por otras veces que cuando se vayan y vuelvan a pasar por delante, al niño le dará risa y que con esa risa arrastrará una sonrisa de la madre. Dos amigas caminadoras la sortean sin inmutarse y saludan al hombre con la cabeza. Una le va diciendo a la otra, «por la noche le doy sopa y filete de pollo y se lo come muy bien»

Pero esta tarde la mujer vestida con un uniforme negro y el niño del rastrillo verde han cambiado el rumbo, se marchan por otro lado, por la esquina derecha de la playa, pasan por debajo de la luna, cortada por la mitad y desaparecen por un callejón.

El hombre tumba otra vez la pierna, se tumba él y con los brazos por detrás de la cabeza vuelve a mirar el mar.

 

 

Escena playera sin luna

En el Karaoke la mujer embutida en un traje de lentejuelas, cual sirena desahuciada, canta «volare oh, oh, oh». El vestido se aprieta brillante a su barriga y ella agita con garbo la melena reseca, sintiéndose otra.
El supuesto público, sentado en sus mesas, mira al vacío y sorbe de largas pajitas líquidos de colores. Tal vez por esos tubos de plástico ascienda algo parecido a la felicidad y descienda después verde o rosada por sus gargantas.
Llora con desconsuelo un niño.
Alemanes anchos como armarios avanzan por el paseo entre tiendas de chancletas y colchonetas en forma de animales. En los bares se ofrecen tapas, pizzas y bebidas tropicales. Coco loco, dream Caribe. La cuestion es soñar. O sudar.
Cómo sudan los camareros con las parrillas ardientes detrás, san Lorenzos contemporáneos, cómo corren entre las mesas lanzando platos con los que contentar a tanto estómago dilatado.
Los chinos, en silencio, sin apenas dejarse ver, están comprando las grandes cadenas hoteleras. Muchos temen por sus puestos de trabajo.

En un banco dos mujeres negras han montado un tenderete de trencitas, una larga fila de cabezas de niñas aguarda para conseguir su dosis de exotismo.

La mujer del karaoke arremete ahora: «si tú me dices ven, lo dejo todo». Ni por esas, así que sigue aferrada al micro, lentejueando.
El niño que lloraba se ha quedado dormido con la cabeza torcida.

A las palmeras no se les mueve ni un pelo, Están muy quietas escuchando la voz profunda y misteriosa del mar.
Huele a salitre y también a cloaca.
Dando tumbos entre los pinos cruza la noche sin luna un murciélago.