Día: 26 de agosto de 2018

Escena playera con luna llena

Cuando María entra en el comedor blanco a poner las mesas, los gorriones que estaban comiendo las migas de la terraza,  suben veloces a la barandilla y se quedan ahí, recortados contra el mar.

Todos menos uno, el más aventurero. Ese se ha atrevido a entrar hasta el comedor pero ahora no sabe salir. Está muy asustado y se esconde detrás de la cortina. No distingue el cristal del hueco libre por dónde podría volar fácilmente y se empeña en aletear hacia arriba. Una y otra vez choca y vuelve al suelo, a esconderse, cada vez más estresado y vencido por los sucesivos fracasos.
A María,  que lo observa de lejos, desde la puerta, le parece tan fácil… tiene la salida al lado, con sólo desplazarse un poco podría escapar, pero no lo ve, se ha empecinado en ir por dónde no es. Podría cogerlo con las manos y soltarlo en la dirección correcta pero para eso tendría que atraparlo, sentir su pequeño corazón acelerado, su miedo. No quiere hacer eso. Se acerca y mueve un poco la cortina, empujándolo con suavidad. Al tercer meneo de cortina, el gorrión capta la indicación y sale volando por la ventana abierta.
Se ha colado un pájaro, le dice a su compañera Ale, que acaba de entrar a ayudar. Era un gorrión, pobrecillo, estaba asustado.
A mí es que los pájaros…como que no. Que hoy hay luna llenaaaa, grita Ale a continuación y le da un golpe en la espalda, como si la felicitara. Se clava los auriculares y pone las mesas medio bailando y cantando muy mal, con esa voz que solo le suena bien al que está oyendo la música pero que para los de fuera se parece a un  aullido demencial.

A Ale  no le interesan lo que ella llama «los paisajes», – la luna, la puesta de sol, las montañas-, pero sabe que a María sí y por eso la avisa de la luna, medio en broma, con cierta sorna.

El comedor blanco es el más bonito del hotel, con una hilera de ventanas redondas que dan a la playa, bordeada de pinos y palmeras, pero también es el más caluroso y el único sin aire acondicionado. Lo pasan mal sirviendo las mesas. Suelen ser mesas pequeñas donde cenan las parejas en plan romántico mirando el mar,  aunque a veces hay cenas de muchos comensales que celebran algo especial, como la de hoy.

Lo que vamos a sudar, le dice María a Ale, mirando por una de las ventanas.

Tela, telita, contesta la otra sin quitarse los auriculares y siguiendo con su canto chillón y entrecortado.
¿Dónde se habrá metido la luna?, no se la ve.
Vaya que si pasan calor, les caen los goterones por debajo de la ropa, de sus uniformes negros. Cada vez que van a la cocina a por platos se secan con papel absorbente. Están deseando que se acabe el turno para poder salir.
No tienen prisa los de la celebración, son muy ruidosos, brindan, gritan, se ríen, se hacen fotos, les piden a ellas dos que les hagan una de grupo y dos y tres, intercambiándose los sitios cada vez y gritando patataaaaa,  salen a la terraza a fumar, se quejan del calor, vuelven a entrar, piden copas y cuando se las acaban,  otra ronda más. Aquello parece que no se va acabar nunca. Pero se acaba, obedeciendo a la regla general de todo lo que existe.

Por el camino a casa, María sigue sin ver la luna y eso que la va buscando. Nada más tocar la cama, siente que se cae por un precipicio, pega un respingo y ya está volcada dentro del sueño. Pero de madrugada un abrazo sofocante la despierta, a través de la ventana abierta no entra ni una gota de brisa y sí un calor denso, lleno de grillos.  Abre los ojos y la ve: redonda, gorda, esplendorosa. Como si la hubiera venido a visitar a ella, como si tuviera algo que decirle.
Se sobresalta, bebe un poco de agua y sin saber por qué se acuerda del gorrión que tenía al lado la salida pero era incapaz de encontrarla. Es como una metáfora de sí misma. Ella también necesita que una mano suave y amistosa le mueva un poco la cortina y le indique el camino. Sin empujarla, sin apretarla, sin asustarla.
Se duerme bajo la blanca mirada lunar. Bajo el paisaje, como diría Ale encogiéndose de hombros, a mí es que los paisajes…como que no, diría.